La traducción o el camino de regreso a la página impresa

Por Alejandro Bajarlia

En su ensayo “¿Ars Poetica?”, Sergio Pitol refiere que traducir “permite entrar de lleno en una obra, conocer su osamenta, sus sostenes, sus zonas de silencio”. Con esto, el escritor veracruzano sugiere que la traducción conlleva un ejercicio de exploración, una profunda inmersión en el texto original que nos lleva a descubrir sus secretos. Traducir implica descomponer los elementos que conforman una obra literaria; observar sus mecanismos y estructuras; analizar su funcionamiento. A partir de estas acciones es posible poner en marcha ese proceso en el que se reelabora la obra a través de otro idioma. Este proceso invariablemente plantea problemas cuyas soluciones no siempre han de hallarse en las páginas de un diccionario, sino en aquellos rasgos que definen el talento del traductor: en su capacidad como lector, en su conocimiento de la lengua extranjera y de la propia, en su facultad creativa para dar expresión a las ideas e impresiones que busca suscitar el autor, es decir, el sentido de la obra.

Pitol: “Para mí la traducción es la conexión con otra alma, el alma y la imaginación del otro escritor, que tengo que sentir”. Sin duda la traducción literaria exige esta clase de conexión con el autor, un vínculo que se tiende mediante la lectura y que se manifiesta en la cercanía que la traducción guarda con respecto a la obra, esa identificación a la que alude Goethe en su ensayo “Traducciones”: “Una traducción que busca identificarse con la obra a final de cuentas se acerca a una versión interlineal y facilita enormemente nuestra comprensión del original”. La calidad, la eficacia y aun la belleza de una traducción yace en este grado de proximidad, por lo que la búsqueda del traductor ha de fincarse en el propósito de colocar su texto en las inmediaciones del original. La labor del traductor consiste en reconstruir con su propio idioma un mundo construido en un idioma distinto, acaso distante; en recrear la realidad de la obra a detalle para proyectarla con fidelidad, como si fuera vista a través de un espejo: nítida, profunda, precisa y, a la vez, diversa. La realidad que proyecta la traducción adquiere consistencia y una apariencia concreta cuando logra transmitir, no el significado del conjunto de palabras que han modelado el texto original, sino la esencia de ese conjunto de palabras: la sustancia que da vida y una forma singular a la obra. Es ahí, en la esencia, donde la obra y la traducción se reconocen y se identifican, donde lo ajeno y lo conocido, lo extraño y lo familiar revelan sus afinidades, sus correspondencias, su contigüidad. La traducción no es sólo un ejercicio de reinvención; es en sí misma invención: la creación de un entorno propicio para extender el sentido del original; una zona de contacto donde el espíritu de la obra encuentra un nuevo rumbo que asegura su continuidad.

La página impresa busca ser esa zona de contacto, un espacio de traducción y reflexión que aspira a establecer, como lo plantea Pitol, una conexión con el alma y la imaginación de diversos escritores. Porque la traducción es un vehículo que nos permite conocer a fondo una obra; contemplar sus contrastes y matices, sus relieves y texturas; descubrir los significados y las formas que se articulan en su interior. Traducir implica desplazarse en dos direcciones, a veces de manera simultánea: reflexionar sobre el acto de la creación conforme se ejecuta el acto de la traducción; regresar al punto de origen para volver a trazar el camino que nos lleva de la página en blanco a la página impresa.

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